sábado, 8 de marzo de 2008

Palabra muertas

La aguja del reloj avanzaba. En la calle, toda oscurecida por la noche, se oían pasar los coches.
Faltaba poco para el funeral. El simple hecho de asistir a un funeral estremecía a Rob. Estaba estirado, su mujer le miraba con semblante ausente.
Quería consolarla pero la voz no le salía. Ella empezó a llorar y él, impotente ante aquella situación, no sabía como actuar.
Entraron cuatro hombres y lo acompañaron al coche, y dos mujeres consolaron a su esposa en murmullos inaudibles.
El coche en que iban arrancó. Quería estar en el mismo vehiculo que su mujer, pero de esta manera no se sentirían incómodos.
El chofer iba taciturno y silecioso. Los ojos estaban fijos en la carretera, mojada por las últimas lluvias tan necesitadas.
No aguantaba toda esa espera hasta llegar al destino. El hecho de no volver a ver a un ser querido le entristecía enormemente.
Al final el vehículo paró.
Los mismos hombres que antes lo habían acompañado se reunieron entorno a él y lo acompañaron a la capilla.
Al entrar su mujer ya estaba allí, esperando. Las dos mujeres giraban entorno a ella como queriendo evitar que sus ojos se encontraran.
Los cuatro hombres le dejaron en su lugar. Entonces la ceremonia empezó.
En el transcurso del funeral el cura dió el sermón pertinente y algún que otro familiar o amigo asestó un breve discurso sin demasiado énfasis.
Al acabar toda la comedia su mujer avanzó hasta él y le cogió la mano.
Las dos mujeres que la acomapañaban miraron al cura y asintieron con la cabeza.
Lentamente Rob se fué alejando de su lado. Entre fuego y ceniza la miró y pensó: Te quiero.

Fran Rillo

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